5 de diciembre de 2007

MISTERIOSO PARQUE DE BOMARZO
















Bomarzo es una localidad del Lacio, 70 km al norte de Roma, que surge entre montañas y bosques como si de un manantial se tratase. La agreste naturaleza que la envuelve, la vegetación y los arroyos serpenteantes, convirtieron la zona de Viterbo durante la Edad Media en residencia de verano de los Papas, y con sólo contemplar sus paisajes, el peregrino, el buscador de paz y belleza, queda enamorado al instante, llenando un trocito de su alma del sosiego y la calma que se respira.
Con una tradición que se remonta a los tiempos de Etruria, la localidad de Bomarzo entrará en la historia -la que se conoce por la gente, la que se visita-, por un jardín del siglo XVI único en su género, la Villa de las Maravillas o Bosque Sagrado. Fue mandado construir en 1552 por el príncipe Pier Francesco Orsini, apodado Vicino Orsini, descendiente de una de las familias más poderosas de Roma. El artífice del proyecto fue Pirro Liborio y entre ambos idearon «algo que se parece sólo a sí mismo».
Las esculturas esculpidas en la misma roca surgen del suelo como cómplices del terreno. Personajes míticos y animales fantásticos, parterres y arroyos, salpicados de máximas herméticas escritas en ánforas o en muros de piedra, parecen transmitirnos el secreto de un camino iniciático que, en la medida que nos lleva al corazón del bosque, nos transporta también al interior de nosotros mismos, mostrándonos las pruebas, los umbrales y los peligros del sendero que conduce a la conquista interior.
Dos esfinges flanquean la entrada, moradores benignos del umbral que en vez de inquirir con severidad nos recomiendan con advertencias: «Quien con la ceja arqueada y el labio apretado no va por este lugar, carece de admiración, pues éste es uno de los lugares solitarios más famosos del mundo...» «Tú que entras aquí, pon tu mente aparte y dime si puede ser que tanta maravilla esté hecha por engaño o por un arte puro».
Siguiendo el sendero, los rostros de Jano, Hécate, Saturno y Fauno nos miran con severidad hasta que llegamos junto a una estatua colosal. Una cabeza con las fauces abiertas dispuesta a devorarnos, adornada con espumeantes olas de mar (Tierra-Agua), rodeada de una aureola de mariposas (Aire) y que soporta sobre su cabeza una esfera que gira en su espiralado dibujo (Fuego). En lo alto, en el centro inamovible de la esfera, se alza un castillo (Eter, la quintaesencia) ¿Es tal vez la representación simbólica de los 5 elementos? ¿Nos están mostrando el tesoro escondido, el premio de la conquista, el secreto de la evolución consciente?
Seguimos nuestro recorrido y nos topamos con un gigante (Hércules) descuartizando a Caco «el que roba el sustento de los más indefensos». Es la lucha entre el bien y el mal. En lo moral, representa la victoria sobre uno mismo, de aquello que nos convierte en héroes sobre lo que nos transforma en ladrones. «Si Rodas estuvo orgullosa de su coloso, mi bosque también será glorioso, que no es motivo de un orgullo menor». Es la primera prueba del camino, desgarrar el mal, liberar nuestras intenciones de toda maledicencia, envidia o ambición. Sólo el que tiene bondad de corazón y ha desterrado de sí mismo toda maldad, puede andar seguro por el sendero de la Sabiduría.
Junto al gigante, en un recodo donde el agua salta entre las rocas, una tortuga se enfrenta desafiante a una ballena. Sobre el caparazón, un jarrón invertido y una esfera alzan a una Victoria. La tortuga, lenta pero constante, es el símbolo de la paciencia, que se enfrenta al abismo del tiempo, es el lema renacentista «medita mucho tiempo y actúa con rapidez». Un mensaje sutil que nos dice: «al que con fe tenaz persevera en la búsqueda de la Verdad, la Victoria siempre le llega». Entonces, una vez franqueada esta prueba surge ante uno la colina sobre la que se alza un Pegaso, símbolo platónico del alma que vuelve al mundo de lo inteligible, al mundo de los arquetipos, donde habitan la Belleza, la Verdad, la Justicia y el Bien.
Seguimos el recorrido y ante nosotros se alza un altar a las tres Gracias y a sus hermanas las Musas; una inscripción nos recuerda: «El antro, la fuente, el alegre cielo liberan el alma de todo pensamiento oscuro». Es el símbolo del aprendizaje, de la instrucción, es presentarse ante las guardianas de las ciencias y las artes y rendirles homenaje con la devoción sincera del verdadero amante de la sabiduría (filósofo). Caminamos un poco más y una construcción llama nuestra atención. Es la Casa inclinada; construida aprovechando la inclinación de la roca, es imposible de habitar. Sólo al entrar, las paredes, el techo y el suelo comienzan a girar y la cabeza te da vueltas. Una sensación de vértigo que sólo puedes detener si sales de ella o si contemplas el cielo desde sus ventanas. Es entonces cuando entiendes la máxima en latín esculpida en la entrada: «Animus Quiescendo fit prudentior, ergo» («Buscar tranquilidad para que el alma gane en prudencia»). Es la casa de la Fama, tan inestable como efímera e ilusoria, recordándonos los vaivenes de la Fortuna que nos hacen padecer sufrimientos por las cosas pasajeras. Macrobio dice que la Prudencia «tiene en consideración la contemplación de las cosas divinas, sin ensalzar ni desvalorizar este mundo y lo que contempla en él». Pienso que está en medio del recorrido como diciéndonos: «No te envanezcas de tus logros, estoy sólo para probarte, no te detengas un instante a descansar... no has alcanzado tu meta».
Una vez superado el desequilibrio y abandonando la misteriosa casa, llegamos a través de un parterre a la Fuente de la Sabiduría, custodiada por Neptuno. Junto a él dos inscripciones nos vuelven a dar una clave hermética: «La fuente no se da a quien guarda en jaulas a las fieras más terribles». La sabiduría no la puede poseer quien no se haya librado de todo instinto, deseo o miedo. Es una clave de transmutación alquímica. «Noche y día permanezcamos vigilantes y dispuestos a preservar esta fuente de todos los ultrajes». Nos dice otro axioma que nos recuerda aquella frase de Agripino: «Jamás seré un obstáculo para mí mismo». Este mensaje es como un imperativo de nuestro propio ser dirigido a nosotros mismos.
Aquí estamos en un punto crucial del camino, casi podríamos creer que es la meta, el final, pero no es más que el primer paso para alcanzar la «inmortalidad». Aquél que llega hasta aquí, con pureza de corazón, con paciencia y constancia, venciendo el juego ilusorio de la vida, el «Maya» de los hindúes, encuentra a su alma dormida, y, cual cuento de la bella durmiente, la despierta con un beso de amor. En este punto, el buscador se transmuta en sabio, muriendo para la vida profana y elevándose a la torre de marfil de la Sabiduría, representada por el conjunto impresionante del Elefante (símbolo de la sabiduría), que sujeta con su trompa el cuerpo rendido de un legionario. Además de ser el recuerdo de uno de los más grandes enemigos que tuvo Roma, Aníbal, que pasó por estos lugares, el lenguaje del símbolo nos dice que aquél que sucumbe (el legionario) a la Sabiduría (el elefante) habiendo renunciado a las batallas de la vida profana, es dulcemente elevado hacia la torre de marfil.
Ahora el «aspirante» está preparado para enfrentarse al tiempo de forma consciente, simbolizado por el dragón, atacado por un perro, un león y un lobo, símbolos del presente, el pasado y el futuro. Es un combate sin fin por la conquista de la conciencia más allá del tiempo: el recuerdo, la atención y la imaginación creadora. Estamos ante el misterio de la iniciación, la entrada consciente en la otra orilla, en el «más allá». La puerta es la figura más conocida y sobrecogedora del jardín: el Ogro. Una enorma cabeza petrificada con un grito de dolor y espanto, que nos dice «todo pensamiento es fugitivo». Es la entrada al mundo subterráneo, es la bajada a los infiernos de los relatos mitológicos. Aquél que es devorado encuentra una sala circular con un banco adosado a la pared y una mesa o altar, y descubre que no ha muerto, que la extinción no existe, más bien una sensación de serenidad, la quietud completa, el silencio, el vacío, como si los pensamientos no se atrevieran a entrar.
Nos adentramos en el corazón del bosque, en el sancta santorum, y sale a nuestro paso el Cancerbero, el guardián del inframundo, antes de poder contemplar el divino rostro de la reina del valle de los bienaventurados, que nos espera con los brazos abiertos. Allí, en un claro que se abre entre las ramas de los árboles, Proserpina nos aguarda con la sonrisa hierática del misterio de la inmortalidad. Ella da la bienvenida al lugar del que ya no se retorna, la meta, la conquista y el premio: «De vuestro ingenio angélico y celeste, de la bella alma y del pensar ardiente de fuego puro e inmortal, hace clarísima alianza en todo gesto la belleza que como regalo has tenido del cielo»
¿Por qué Vicino Orsini construyó este jardín? ¿perteneció a alguna de las logias y cofradías de alquimistas y filósofos que surgieron en el Renacimiento italiano? Estas y otras preguntas siguen rondando en la mente cuando abandonamos el jardín de las maravillas... mas salimos de él distintos de como entramos. Algo ha cambiado, ya no somos los mismos, nos queda el recuerdo de haber contemplado, como espectadores de una tragedia, el misterio del alma humana...
«Vosotros que vais por el mundo de viaje errando, tratando de ver otras estupendas maravillas, venid aquí, donde están los rostros de horrendos elefantes, leones, osos, orcos y dragones».
El jardín fue abandonado durante más de 400 años. El musgo fue conquistando terreno en la roca viva de las estatuas mientras que la leyenda, envuelta entre las supersticiones y miedos de los lugareños, transformó su nombre en el Parque de los Monstruos de Bomarzo. A mediados del siglo XX la familia Bettini se hizo cargo de él y lo restauró, dándole el merecido prestigio y reconocimiento. Hoy podemos visitarlo haciéndonos la imagen de lo que fue, y más sinceramente os digo que al entrar parece que traspasas la dimensión de la realidad para acercarte a lo desconocido.










VICTOR VILAR