LA TORMENTA
Aproveché las horas más oportunas, por razones climáticas y de apetencia, porqué no decirlo, para hacer algo de ejercicio y las empleé en la tala y limpieza de hierbajos que cubrían la senda desde el acceso de la entrada principal.
En el fondo del porche decidí tomarme un corto descanso tras el esfuerzo que supuso el ejercicio, más bien debido a la falta de costumbre que por la dificultad del mismo.
Tomé asiento en el viejo sillón de madera, deslucido y marcado por la carcoma. Sobre el asiento del sillón un cojín de lana apelmazado por el uso.
El viejo sillón es uno de esos enseres que se resiste uno a tirar o arrinconar definitivamente por el apego o cariño que se les coge, por todo lo que ha supuesto en nuestra vida de asueto; y cuando se deterioran y son reemplazados por otros más al uso, se les posterga a otros lugares para que acaben sus días con un poco de paz.
Tomé un trago de agua y encendí un cigarrillo. Dejé descansar mis neuronas y me dediqué a observar el paisaje enmarcado por las paredes, el techo y el suelo del cobertizo, al tiempo que no cesaba de oír el ric-ric del veterano sillón, según me balanceaba.
Voluptuosamente fui consumiendo el cigarrillo dejando escapar volutas de humo que se alejaban diluyéndose en el aire, hecho que me ayudó a relajarme, si cabe, más.
Mi mirada fue recorriendo, al tiempo, todo el entorno del porche: los utensilios, la leña amontonada, algún tanto anárquicos, el fogón, la chimenea, las telarañas de las paredes, Esto me sirvió para organizarme y buscar un tiempo para ordenar y limpiar el cobertizo.
A continuación centré mi mirada al frente, en un plano inferior al de la casa. A un centenar de metros, una hilada de chopos dibujaba la sinuosa y recóndita corriente de agua.
En pleno proceso de renovación, las otrora desnudas ramas de los chopos, se van cubriendo de renuevos verdes y marrones. Alguna que otra masada se encuentra dispersa en proceso de derrumbamiento y deterioro marcados por el hundimiento del tejado y el cascarillado de sus paredes.
Al otro lado del riachuelo, las laderas de las montañas están cubiertas por las copas de los pinos y floresta de bajura. Más a lo lejos, otra cadena montañosa deja a la vista la desnudez de sus paredes verticales y groseras.
Si bien el ambiente estaba atemperado por los tibios rayos de sol, las previsiones climáticas no auguraban estabilidad, y unas nubes grises, cada vez más espesas, y un viento fresco y ligero en un principio y algo más intenso después, irrumpieron en el entorno, oscurecieron el paraje y refrescaron las inmediaciones los rincones de la estancia.
A lo lejos se advertía un murmullo de forma esporádica. Después se fue haciendo más intenso y próximo, hasta situarse sobre el entorno del pequeño valle. De vez en cuando un fulgor precede al estruendo y hasta incluso, a veces, casi se superpone, señal inequívoca de su proximidad.
El cielo tomó un tinte plomizo. Un murmullo inquietante, cada vez más ensordecedor, se dejaba sentir en el enclave.
Sobre el tejado de uralita impactan los primeros goterones, precursores de la tormenta que se avecina; gradualmente van arreciando, acompañados por un rumor por momentos más intenso. El murmullo se torna inquietante.
El golpeteo sobre la uralita, se hace progresivamente más fuerte e intenso. Los goterones de agua cada vez son más intensos y dejan paso a una infinidad de minúsculos gránulos de granizo que paulatinamente aumentan de tamaño hasta alcanzar el tamaño de una nuez y que amenazan con perforar el techo.
Por los canales del tejado se desliza el granizo, como salido de una manguera, y empieza a cubrir el suelo formando un manto granuloso blanco-transparente.
El paisaje, visto al frente, queda limitado por una espesa cortina de granizo y que, al poco, fue sustituido por agua. Al ruido ensordecedor del agua y pedrisco, se le incrementó el estruendo súbito y violento de los truenos, chispas y centellas que, a cada instante, se sucedían con más intensidad.
Los fenómenos meteorológicos se suceden sin tregua ni cuartel, y, en esos momentos, parece como que todo fuera a saltar por los aires. Un fulgor intenso y cegador simultaneado con un trueno brusco y de extrema violencia estalló sobre el montículo junto a la masada, y sus efectos me desplazaron hacia atrás en el sillón. Quedé deslumbrado, aturdido y atemorizado por unos pocos minutos.
El pino sobre el que cayó el rayo quedó desgajado y prendió fuego y carbonizó hasta las entrañas. La intensa lluvia neutralizó las llamas e impidió prendiera con violencia los arbustos y matorrales próximos, evitando males mayores.
Sobrecogido, permanecí inmóvil por efectos del shock. Cuando puede reaccionar, abandoné el porche y me recluí en el recinto más recóndito de la masada en busca de mayor protección hasta que la intensidad de la tormenta decreciera.
Fue cesando el aparato eléctrico y se desplaza gradualmente hacia la cadena montañosa con toda la crudeza, pero la lluvia caía con saña rasgando pequeñas ramas de los árboles y arbustos revistiendo, con el detritus, el callejón y el carril que da acceso a la masería.
La luminosidad de los relámpagos seguía dibujando el contorno de las montañas.
El agua se recolectaba por la ladera del montículo y sobrepasaba el cauce de los canales naturales, arrastrando consigo restos de astillas, palos, guijarros y tierras que abocaban a la zanja y obstruían el drenaje hacia las acequias artificiales. Y el agua, acumulada y sin control, bajaba por todo el camino arrastrando consigo todo tipo de material que se encontraba a su paso.
Gran parte de las plantas y sembrados fueron aplastados por el implacable y destructor efecto de la lluvia y el granizo.
Seguía lloviendo con fuerza. Las perspectivas no predecían que el temporal fuera a remitir. El cielo cerrado, borrascoso y oscuro no dejaba de vaciar el contenido líquido de sus nubes, y no parecía dispuesto a hacerlo.
Me fui a la cama. Dejé la ventana abierta a la luz, con el cristalero cerrado. Me dejé mimar con las mantas de lana. Los relámpagos iluminaban por un brevísimo tiempo el valle y todo el entorno. El chispeo de la lluvia sobre los charcos y las paredes, y el retumbo ya distante de los truenos, tras un importante lapso de tiempo, me sumieron en un profundo sopor.
El claror de la alborada y, ya seguidamente, el tímido calor de los primeros rayos solares, me hicieron tomar conciencia de un nuevo día.
Dejé transcurrir un tiempo. Me vestí y bajé al porche. La tierra estaba saturada del agua caída, y los charcos se mantenían con bastante agua; el pavimento cubierto de guijarros y tierra, y la acera del porche salpicado de hojas y ramas.
Los rayos de sol iluminaban el valle, el cielo límpido y diáfano se acicalaba de un azul resplandeciente. La tormenta se había desplazado hacia otras tierras y a su paso dejó pruebas, más que suficientes, de su paso por el valle, pero al mismo tiempo, también depositó el elemento vivificador de una nueva fase en la evolución de la naturaleza.
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